jueves, 29 de enero de 2009

Jugar en la calle

Cuando vivía en el pueblo de mi madre solía jugar en la calle.

Los primeros años allí los pasé en el gigantesco caserón, propiedad de mi abuela y del resto de su inmensa camada, en el que mi madre vivió su infancia. Estaba deshabitado, y aparte de recordarlo como un lugar frío e inhóspito, lo que verdaderamente me tocaba los huevos de aquella casa, era lo a tomar por culísimo que estaba de mi colegio. No iba a ningún otro colegio más cercano porque en aquél estaban mis primos, y a mi madre le pareció buena idea que fuera yo también porque así estaría más protegido. Irónicamente no le preocupaba en exceso que hiciera solo gran parte del recorrido de vuelta (consistente en 10 minutazos del total de media hora, que era lo que un niño de 6 años tardaba desde esa escuela a mi casa). Pero para mí aquella soledad no suponía ninguna molestia adicional, de hecho era bastante feliz el rato que invertía en perderme en un sinfín de cavilaciones fantasiosas mientras mis pies seguían a lo suyo. Además no recuerdo estar especialmente cansado por ello, pues como ya he dicho, por las tardes me salía a jugar a la calle (porque por aquel entonces, todavía, uno no "salía a la calle", uno "se salía a la calle", que es muy diferente).

Y así pasaba las tardes, entre niños que en su mayoría me sacaban algunos años, y de los cuales ahora apenas si consigo recordar su jeta. Sí recuerdo a un chaval de raza gitana con el que jugaba al balón, que tenía la sorprendente habilidad de colar siempre en cualquier balcón disponible cada una de las pelotas con la que jugábamos. Naturalemente, las pelotas eran todas mías. También me acuerdo de jugar a las canicas en los hoyos que de manera fortuita nos ofrecía el pavimento de la calle, y de que el que tenía el bolón de hierro, por supuesto, era El Rey. De eso sí me acuerdo.

Una vez, uno de aquellos niños cuyo nombre y rostro debí dejar olvidado en algún lúgubre rincón de mi subconsciente, me mostró un hecho fascinante, que aun hoy sigue grabado en mi memoria vívidamente. El chaval se había fabricado un nido de hormigas con el cuello de lo que otrora había sido una botella de coca-cola de dos litros, había añadido tierra (que no se salía porque mantenía puesto el tapón bocabajo, llevando la tierra arriba a modo de copa), y después había añadido a la ecuación un buen puñado de hormigas rojas carnívoras, de ésas pequeñajas. Hasta ahí bien. Lo que verdaderamente sobrecogió mi inocente cerebrito infantil, fue lo que aconteció cuando el angelito cogió otra hormiga, ésta de color negro, de esas grandotas, cabezonas y herbívoras, y la posó sobre su rudimentario ecosistema hormigueril. Bien, pues creo que la palabra "masacre" resulta excesivamente meliflua y piadosa para describir el destino que sufrió aquella pobre infeliz. Aún hoy puedo visualizar claramente la imagen de una hormiga roja particularmente sanguinaria, que se ensañaba dando tirones con la boca a una de las patas de la hormiguita invasora agonizante.

Contemplar la naturaleza en toda su crudeza y crueldad, aparte de impresionarme y estimular mi incipiente curiosidad por el mundo, me dejó desolado. Se habían removido los cimientos en los que se asentaba mi idílica visión del mundo circundante. Mi concepción del sufrimiento, que hasta entonces había considerado sólo cosa de los humanos, se había abierto a otros campos. Había cambiado para siempre, haciéndose extensible a todos los elementos de la creación, que desde ese momento empezaron para mí a estar bajo sospecha de ser tan mierdosos como los que ya conocía. Me fui a casa preguntándome por qué. Besitos!

domingo, 11 de enero de 2009

Qué frío coooño.

A ver gente. Faltan un par de semanillas escasas para lo que viene siendo el aniversario de la venida al mundo de vuestro salvador, por consiguiente es mi deber informaros de que se avecina fiestón. Y cuando digo fiestón digo fiestón.

El día en cuestión es el viernes 23, y como cae en un día relativamente correcto para actividades de índole fiestosa, pues digo yo que lo suyo es hacerlo en el día. Este año tengo menos ganas que ninguno de celebrar nada, y mucho menos, ideas para el "dónde" y el "cómo". Y ahí es donde entráis vosotros, amigos de parchís.

Por dieciocho millones de euros, ideas para celebrar el cumpleaños del Tomi, por ejemplo pegarle al enano, un dos tres responda otra vez! Tic tac tic tac...